Antes de nada, tengo que dejar constancia de que mi bagaje videojueguil se ha reducido en estas dos últimas décadas en gran medida a los juegos de terror. Que conste en acta: he crecido dando bandazos entre los ordenadores y consolas de mi hermano, jugando muchísimos a cosas como Knightmare (MSX), Midnight Resistance (Amiga), a las aventuras de LucasArts o al mismísimo Street Fighter II en una Super Nintendo que cayó el mismo día en el que me regalaron mi primera maquinita, una Gameboy. Pero cuando llegó el hardware de 32 bits dentro de la carcasa de la PlayStation original, explotó de sopetón el que para mí sin duda fue el momento que más me marcó en esto de los videojuegos. Ese mágico instante responde a un nombre: Resident Evil.

Sentir miedo no era algo habitual con un joystick o un control pad en las manos. Lo más lejano que recuerdo era ver cómo Fray Guillermo de Occan trataba de evitar durante sus paseos nocturnos al persistente abad de La Abadía del Crimen. También aquel Aliens de Electric Dreams daba sus particulares sustillos, incluso los Dylan Dog de Simulmondo terminaban dando bastante mal rollo. Pero no fue hasta Resident Evil ─lo siento, no pasé antes por Alone in the Dark─ cuando de verdad pude experimentar lo que era el auténtico terror en mis carnes. Aquellos “muertos vivientes” impresionaban de veras en una época en la que todavía no te los encontrabas hasta en la sopa, y la terrible incertidumbre de no saber si detrás de la puerta que estabas abriendo te ibas a topar de bruces con uno era abrumadora.

En cualquier caso, mis sentidos no podían concebir lo que Capcom estaba enseñándome con Resident Evil. Mi hermano acababa de llevar a casa la versión americana recién salida del horno (al mercado PAL llegaría casi cinco meses después), y le estuvo dando por vez primera alrededor de media hora. Tenía que irse y, de manera muy tajante, cogió el juego y lo escondió, confirmando su maniobra con lo que vendría a ser una orden de alejamiento: “ni se te ocurra ponerlo sin estar yo delante”. A día de hoy no sé si era por protección (todavía no había cumplido los 18 años) o por el hecho de que no le gustara que trasteara con la consola, pero el caso es que, nada más cerrar la puerta, di con el CD y, como no podría ser de otra manera, di buena cuenta de ese Resident rácano en lo concerniente a enemigos y munición… pero exultante en transmitir terror y regalarme muchos momentazos.

También me lancé de cabeza a Silent Hill, Overblood, Clock Tower… Pero cada vez que había noticias de un nuevo Resident Evil, allá que poníamos todos los sentidos en alerta. Y claro, llegó Resident Evil 2, el maravilloso Resident Evil 2, abanderando de manera rotunda aquello del “más y mejor”. Y luego Resident Evil 3, conservador en sus formas y maneras pero ofreciendo lo que me gustaba, amén de un monstruo (Nemesis) capaz de hacer que más de un vecino se asustara ante mis gritos. Después del estupendo Code: Veronica, la franquicia cambió de rumbo, aferrándose a los avances tecnológicos para mostrar un Resident Evil 4 que descuajarringó no pocas mandíbulas por estos lares. Por el camino finiquité despiadadamente los dos Outbreak, el pistolero Dead Aim y, en definitiva, todo lo que tuviera algo que ver con la saga.

Ya en Xbox 360 y PlayStation 3 (y PC) vimos como Resident Evil se tornaba en un ejercicio de acción pura y dura. Con la quinta entrega pudimos ver muchas cosas buenas, pero también nos llevamos todo un saco de premisas que se alejaban diametralmente de los esquemas que hacían de los primeros juegos unas bellísimas y terroríficas aventuras. Aquí teníamos a un Chris Redfield que parecía entrenarse con Lou Ferrigno, masacrando morenitos transmutados y peleando con un aumentado Wesker a base de cuchillo. Por su parte, el espectacular Resident Evil 6 no hizo más que reafirmar lo que acabo de decir, apostando por un espectáculo de lo más hollywoodense en el que perdíamos la cuenta de cuántos zombis y monstruos nos habíamos cepillado. Cada vez que recuerdo a cierto personaje transformándose en una especie de ¿dinosaurio? me entra la risapena…

Y llegamos a la presente generación. Después del chasco de P.T. (me duele cada vez que pienso que jamás podremos disfrutar de ese Silent Hills) y de pasar de puntillas por los Resident Evil Revelations, la séptima entrega sería la gran esperanza blanca del terror en los videojuegos (con permiso del sensacional Alien Isolation). Capcom se ocupó de dejar a las claras el nuevo camino que abordarían, reflejando en una impresionante demo las influencias recibidas por clásicos modernos como Outlast o el mentado teaser jugable de Hideo Kojima. Resident Evil 7 se vería en primera persona, y se alejaría de la alargada sombra del héroe matazombis para hacernos sentir absolutamente vulnerables en un entorno que ponía los pelos de punta. Esta The Beginning Hour ─así se llama la demo de marras─ estaba más que lejos de despejar incógnitas, generando multitud de preguntas a la par que despertaba en mi persona una ansiedad inhumana por tener el producto final en mis manos.

El cambio de registro ha conllevado el que muchas voces se hayan levantado en contra de este Resident Evil 7. Acusan a Capcom de seguir el camino de Slender, Amnesia y demás; pero nada más lejos de la realidad. A la vista está que la práctica mayoría de esos gritos no han tenido ocasión de oler el juego ni de lejos. Y es que Resident Evil 7 es toda una vuelta a los orígenes, retornando por los derroteros del terror en su esencia más básica. Y lo que es mejor: es un Resident Evil puro y duro. Dejando de lado la galería de enemigos, las sensaciones en general son muy similares a las de antaño, haciendo que contemos cada bala, que apuremos cada planta curativa, que nos rompamos el coco optimizando nuestro inventario en conjunto con los clásicos baúles… Y cómo no, resolviendo multitud de enigmas que suelen tener como objetivo el abrir enquistadas puertas o conseguir un arma que mejore nuestra esperanza de vida.

El cambio radical de Resident Evil 7 está más allá del mero cambio de perspectiva. La primera persona impacta, pero más aún lo hacen los Baker, una familia que se ha aupado directamente al podio de los mejores enemigos del mundo de los videojuegos. De primeras, Jack, su esposa Marguerite y el niñato de Lucas nos pondrán las cosas muy, pero que muy difíciles. Son una auténtica pesadilla capaces de hacer que los psicópatas de «La Matanza de Texas» sean a su lado hermanitas de la caridad. Tal es el acoso y derribo que sufriremos en sus manos que la misión principal, encontrar a nuestra esposa Mia (desaparecida tres años atrás), da un brusco vuelco en el que no pensaremos en otra cosa que en sobrevivir y escapar del infierno que es la residencia Baker. Poco más os puedo contar sin entrar en spoilers (el diseño de la narrativa es de Richard Pearsey, escritor detrás del sorprendente Spec Ops: The Line), pero sí os digo que ante ellos las sorpresas no serán pocas, que existen variables en los enfrentamientos que os dejarán la boca abierta, y que, en definitiva, que estamos ante una vuelta de tuerca en la saga que ha resultado ser absolutamente magistral. No obstante, y a riesgo de repetirme, lo diré de nuevo: Resident Evil 7 es justo lo que debería ser un clásico Resident Evil aprovechando las vicisitudes tecnolúdicas de hoy día. Es más, las repentinas apariciones de Jack Baker no distan mucho de, por poner un ejemplo, las entradas en escena de Nemesis en Resident Evil 3.

Luego está el apartado técnico. Es brutal, es sobrecogedor, es enfermizo. RE Engine, el nuevo motor gráfico sobre el que se sustenta Resident Evil 7, permite florituras tales como un plantel visual fotorrealista al máximo de resolución y a sesenta imágenes por segundo. Pero detrás de estos matices que tan bien quedan escritos, se encuentra una recreación salvaje de escenarios y personajes, conformando un conglomerado que dictan con contundencia a tus sentidos que no quieres estar allí. Así tal cual. Y si ya estamos hablando de jugar con las PlayStation VR, no os digo nada y os lo digo todo: la experiencia no tiene parangón. El entorno engaña de tal manera a la mente que, os lo aseguro, me sentía enferma, casi podía notar los olores de la casa… Por no decir que, directamente, apartaba todo mi cuerpo cuando alguno de los locos habitantes del lugar se me acercaban con sádicas intenciones. Una experiencia extrema a tope, hasta el punto de que podría ser no del todo recomendable para todos los públicos.

Con VR o sin ella, Resident Evil 7 es un título excepcional. Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien (¡y tan mal!) con un juego, transformándose por su grandiosa concepción en una vivencia que a buen seguro atesoraré en el mismo grado que aquel primer encuentro con el Biohazard original. Me ha encantado sufrir de lo lindo durante unas ocho horas en las que me han cortado la cabeza, me han amputado algún que otro miembro o he sido comida hasta el tuétano… ¡Y todavía me queda el modo manicomio! Mientras no dejo de pensar en los pobres Baker ─no digo más─, no dejo de tener una extraña mezcla de impulsos en la que, por un lado, respiro aliviada por no tener que volver a la Luisiana de esta familia; y por otro, estoy deseando ver al viejo Jack insultarme como pocas veces otro personaje de videojuego ha hecho conmigo. Así son las obras maestras.

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