De Thimbleweed Park se puede decir que es nostalgia, que es homenaje, que es historia, que es didáctica. Es uno de esos juegos que no parece pertenecer a un tiempo concreto: por una parte, diseño y ambientación nos sitúa en 1987; por otra, la consciencia de sí mismo, su interés por cristalizar y preservar un cierta manera de crear un videojuego y sus ganas de desafiar las expectativas del jugador lo colocan irremediablemente en la postmodernidad.

Es imposible no recordar «Twin Peaks» durante gran parte del desarrollo, en el que nos adentramos en un mundo cada vez más extraño y surrealista. De todas sus influencias obvias, ésta es la que más se siente presente a lo largo de su desarrollo, aunque nunca está de más recordar series como «Expediente X» o alguna de las revisitaciones de «La Dimensión Desconocida».

Acompañados por el magnífico trabajo musical de Steve Kirk, nos sumergimos en un universo que no deja de recordar a las bandas sonoras de la LucasArts de antaño, pero con la calidad de las herramientas actuales. Es inevitable notar también en su pausada cadencia y sus sonidos etéreos un cierto homenaje a la mítica banda sonora de Angelo Badalamenti para la serie de David Lynch y Mark Frost. La predominancia de la melodía casi en los bordes de la realidad, aderezada por su pausado tempo y esa suave reverberación tan característica de la serie, pasan al juego a algo más terrenal, en el que la guitarra toma mucho más protagonismo. El resultado es una música menos elemental, menos fugaz y delicada, más recargada y con más variedad de instrumentos protagonistas, pero sin dejar de ser sugerente, extraña y evocadora.

Visualmente propone un diseño consciente muy cercano en muchos aspectos a Maniac Mansion o a Zak McKracken and the alien mindbenders, especialmente en cuanto a aspecto de personajes y proporciones. Claro está, actualizado a nuestros tiempos: mucho más arriesgado en perspectiva, líneas y planos, más recargado en cuanto a colores y detalles y con posibilidades técnicas ─como la iluminación─ prácticamente imposibles entonces. Hay quien critica la calidad dispar de muchos de sus escenarios, pero personalmente los encuentro coherentes, visualmente cohesionados y reconocibles. Nos encontramos con un juego que busca un estilo antiguo pero que no puede desandar el camino que han recorrido desde entonces los artistas 2D. Nos ofrece algo que apela a la nostalgia pero que nunca podría haberse visto tan bien si saliera entonces.

¿Quién es quién?

Thimbleweed Park es hijo indiscutible de Ron Gilbert y Gary Winnick, creadores del Maniac Mansion original. Su influencia penetra cada una de las líneas de diálogo, cada puzle, cada píxel, y no solo por los numerosos homenajes diseminados a lo largo del juego. Y aunque se muestra juguetón con las premisas del Maniac, es también un juego que ha aprendido las bases que definirían las grandes obras de LucasArts, como bien recordarán unas cuantas veces. Esta es una aventura que ha abandonado por completo el estilo Sierra y en el que la creatividad de proponer soluciones se impone al miedo de fallar o perder la partida.

Por otra parte, el diseño de juego es tremendamente ambicioso. Una ambición que le lleva a definir un escenario con hasta cinco personajes situados en el mismo mundo, con puzles que requieren de su interacción para solventarlos. Aunque se pueda justificar que salen airosos con este planteamiento, este desafío tiene aparejado también una serie de problemas que hacen que el juego se deslice al límite de la comodidad o de la coherencia.

Empezamos con dos personajes: una pareja de agentes del FBI que tienen que resolver un crimen del que hemos sido testigos en un breve tutorial. Sin embargo, el crimen es casi una excusa que pretenden resolver rápidamente para que cada personaje pueda encargarse de la verdadera tarea que los ha llevado allí, cada uno por diferentes razones. La agente especial Ray, resabiada y cínica, tiene un adecuado contraste con el ingenuo y algo bobalicón agente Reyes. Con que avancemos un poco se nos irán presentado nuevos personajes, a los que manejaremos en breves flashbacks más concretos y contenidos.

Thimbleweed Park brilla con sus personajes más atípicos. La orgía de autoreferencias de Delores Edmund conecta demasiado bien con las entrañas, y no es de extrañar que se acabe convirtiendo en la protagonista de la historia. El payaso insultador Ransome, pese a ser casi anecdótico a nivel del desarrollo general de la trama, contiene muchos de los momentos más divertidos e inspirados. Por último tenemos a Franklin, que nos reserva un interesante cambio de perspectiva en la manera de enfocar las acciones propias de una aventura gráfica.

Aunque en un principio puede resultar confuso manejar tantos personajes sin una distinción de tareas clara, la misma lógica del desarrollo empezará a dotarles de sentido. Como objeción, demasiadas veces nos encontraremos un poco abrumados por la dificultad de gestionar tantos inventarios y situaciones. Ojalá alguien hubiera inventado en este juego la Cronoletrina del Día del Tentáculo.

Puzles, puzles y más puzles

Uno de los objetivos del juego es plantear una aventura algo más abierta que en los tradicionales referentes del género. Ya no se trata de tener un par de pantallas disponibles que explorar y solucionar para pasar a otra reducida sección con un puzle: se opta por un diseño en el que se nos plantean multitud de objetivos y obstáculos en un entorno mucho más amplio. Podremos ir completando parte de cada trama de manera un tanto caótica, llegando a poder avanzar soluciones que nos harán falta mucho más tarde.

Este planteamiento, aunque eficaz porque plantea diversos frentes y elimina en cierta medida la frustración de “atascarse” en un punto, no resulta carente de problemas. Demasiadas veces nos encontraremos algo perdidos por el condado buscando cuál es la hebra que el diseño de juego ha decidido que tejas para proseguir con la historia. A esto no ayuda la sobreabundancia de objetos inútiles que, aunque se pueden eliminar, propagan la impresión de que nos encontramos con un juego mucho más grande de lo que realmente es.

Es por eso que los diferentes flashbacks, mucho más contenidos en espacio y desarrollo, parecen funcionar de manera mucho más fluida. Aunque alguno de ellos puede pecar de ser relativamente sencillo de superar, al fin y al cabo resultan más concretos, íntimos y narrativamente más relevantes.

Además, este planteamiento abierto esconde algunas “puertas” que limitan el acceso a contenido o que limitan soluciones de rompecabezas de manera algo arbitraria. Es razonable que nos haga falta un objeto para llegar a cierto edificio, pero no tanto que no podamos resolver un puzle porque se requiera la interacción de dos personajes que no deberían tener interacción alguna en la trama.

Pero lo cierto es que se dan las pistas suficientes para que podamos superar cada obstáculo, sea con ayuda visual o verbal. Los puzles son razonables, coherentes con su universo y sin lógica extravagante: lo suficientemente difíciles para que supongan un reto; lo suficientemente asequibles para que nunca creas que es imposible. Si esto parece sencillo, nunca lo es. Por el contrario, resulta lo más complicado como sabrán aquellos aficionados al género. Y precisamente ese es uno de los enormes méritos que posee este juego.

Resulta curioso que este juego se haya convertido en una antítesis del Broken Age, la aventura de Double Fine dirigida por el maestro Tim Schaffer. Si la gestión del proyecto por parte del equipo de Tim fue cuanto menos discutible y acabó afectando a la credibilidad del sistema de crowdfunding, en este caso el juego de Terrible Toybox ha sido ejemplar en cuanto a ejecución y cumplimiento de objetivos. Y si Broken Age al final era una experiencia agridulce porque combinaba un gran planteamiento y escritura con unos puzles excesivamente sencillos, aquí nos encontramos con rompecabezas a la altura pero una historia un tanto atípica en cuanto a planteamiento.

La perspectiva sobre el juego y su narrativa

Como se comentaba al inicio, Thimbleweed Park tiene un gran interés en ser didáctico, mezclado quizás con algo de egocentrismo. Resulta casi un museo en el que recordar la trayectoria de Gilbert y de LucasArts: qué hicieron, cómo se trabajaba, cuál era su ambiente de trabajo, la competencia… Todo esto unido a un diseño que se esfuerza en mostrar explícitamente y jamás se arruga en exponer las propias costuras que conforman el juego.

Pero esto no llega sin consecuencias. Aunque hay una justificación narrativa a esta manera de enfocar la aventura, lo cierto es que la coherencia interna del programa solo tiene una justificación. Y dicha justificación es que nos encontramos en un juego, como constantemente te recuerda. De manera deliberada, los programadores harán explícito esto: jugarán contigo y con tus expectativas, te obligarán a hacer cosas contra el sentido común de la historia y se permitirán dejar cabos sueltos en la trama porque no son relevantes de cara al objetivo final.

Una de las cosas más desconcertantes de Thimbleweed Park es la lógica que rige la colaboración entre los personajes. Podríamos entender hasta cierto punto que los agentes colaboren, pero cuando entran en juego el resto de personajes y sus particularidades, la cosa se complica. Pronto nos daremos cuenta que algunos personajes son estrictamente necesarios para resolver puzles que son solo relevantes para otros personajes, problemas de los que no deberían tener conocimiento. Por supuesto que hay una justificación para esto y, al fin y al cabo, es el propio jugador el hilo conductor de todos ellos. Pero pese a dicha justificación, nos encontraremos que se nos hace dolorosamente explícita la desconexión total entre juego y narrativa, algo cuanto menos arriesgado en una aventura gráfica.

Buscando ejemplos en otros lugares, quisiera recordar brevemente una película del director Spike Jonze, que parece un ejercicio de escritura de guión por parte de Charlie Kaufmann. La película que tuvo aquí por nombre «El Ladrón de Orquídeas» (Adaptation), narra las desventuras de un guionista por adaptar al cine una novela. Comparte con Thimbleweed Park un interés insano por el metalenguaje (cine que habla del cine) y comparte también uno de sus defectos: la brillantez de la idea coarta nuestra capacidad de empatizar con las historia y que nos “llegue” lo que cuenta. Lo que hace que sea una gran reflexión sobre el medio, nos sitúa a tal distancia de la historia que daña la cercanía que podemos sentir por sus personajes.

El desafío al jugador

Si tuviéramos que definir el humor de Ron Gilbert sería el de una potente aura de cinismo y un humor negro algo cabroncete. Aunque ya presente en sus más recordados juegos de su etapa de LucasArts, allí se encontraba en un cierto equilibrio con un tono más blanco y amable: era un equilibrio de fuerzas entre su visión oscura del mundo y el encanto más directo que tan bien sabían explotar sus colaboradores. En algunos de sus juegos ya en solitario, esa oscuridad parece fuera de control y deja juegos aparentemente blandos pero que esconden mucha mala baba.

Thimbleweed Park no es una excepción. En el juego todo tiene un aura inquietante y sórdida, aunque queda siempre muy bien maquillada por el humor. Los personajes quedan definidos por sus miserias de manera fina pero siempre descarada y hay muy poca compasión con ellos. Aunque la historia castigue a personajes como Ransome, donde más brilla es en esa vertiente desatada que cruza el terreno pantanoso de los límites del humor.

Pero también hay algo más que impregna todo el desarrollo: una voluntad inquebrantable de desafiar las expectativas del jugador. Se convierte casi una relación sadomasoquista en la que el jugador sufre la frustración de que jueguen con él y sus expectativas. Y pese a sufrir las afrentas y los desplantes, el jugador también acaba pidiendo que el juego lo desafíe y rompa sus esquemas. En su grado más alto de malignidad, el juego te pide a través de las convenciones propias de las aventuras gráficas que busques objetos y soluciones puzles que no se encuentran en el juego.

Porque el juego de Terrible Toybox está siempre dispuesto a jugar con todas las convenciones del género para doblarlas e incluso romperlas, forzando también esa perspectiva que aleja a los personajes del jugador. Como ejemplo práctico, nos encontraremos con algo tan simple ─aunque extraño─ como es seleccionar una línea de diálogo y que el personaje diga otra cosa. El juego se preocupa por no dejar de reforzar la idea que forja su alma: la desconexión entre juego y narrativa.

Conclusiones postmodernas

Por todo lo escrito y aunque pudiera parecer que nos encontramos ante un juego anclado en el pasado, Thimbleweed Park no podría ser fruto de nada que no fuera la postmodernidad del videojuego. Es un programa que cuestiona todas sus bases pero al mismo tiempo las mira con cariño y entrega. Una aventura para disfrutar pero también para conocer los entresijos que la conforman; para desafiar la mente sin entrar en la absurda aleatoriedad pero sobrecargada de diseño y personajes. Una aventura para estimar a sus personajes a la vez que se te escurren entre los dedos. En definitiva, Thimbleweed Park es un equilibrio imposible que sale demasiadas veces airoso.

Una estimable patada de nostalgia que nos hace revisitar una época y una manera de entender el mundo. Una ventana a un pasado querido y una obra extraordinariamente vigente: este es nuestro paso por el condado de Thimbleweed Park.

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