Después de tropecientos años en esto del ocio electrónico, cuando uno escucha algo sobre el advenimiento de un nuevo juego de acción en primera persona con nazis de por medio, la primera reacción suele ser de hastío… desgana absoluta no solo hacia unas mecánicas más o menos trilladas, sino ante lo que es una temática más quemada que los labios de Dhalsim. Sin embargo, Wolfenstein: The New Order demostró en su momento que los prejuicios son malos en todas sus vertientes, con una Id Software que apadrinó una producción muy capaz de situarse entre lo mejorcito que ha parido el género en estos últimos años.
Los responsables de tamaña hazaña venían de Suecia, concretamente de un estudio llamado MachineGames que con aquel Wolfenstein presentaban su ópera prima. Cuando uno contemplaba los primeros minutos de New Order, rebosantes de espectacularidad audiovisual y buen oficio en su conjunto, era complicado plantearse cómo una casa novel había sido capaz de fabricar una obra tan magnífica. Pero bastaba con hurgar un poco en el historial de esta joven desarrolladora para descubrir que en sus filas teníamos a parte de los responsables de magnas obras como The Darkness o The Chronicles of Riddick: Escape from Butcher Bay. Es ese el momento en el que se comprendía de dónde salía tanta calidad.
Y es que, claro está, los papis del clásico Wolfenstein 3D no iban a dejar una de sus franquicias en manos inadecuadas… aunque, todo hay que decirlo, fue más cosa de Bethesda, ya propietaria de la vieja Id Software. De un modo u otro, nos topábamos de bruces con un ejercicio de virtuosidad que no dejaba lugar a la duda, además de ofrecer una mecánica en la que el descanso o la monotonía no tenía cabida alguna. The New Order comenzaba con William «B.J.» Blazkowicz repartiendo a diestro y siniestro en una guerra que había tomado un camino bien distinto al que todos conocemos. Los nazis habían ganado la guerra, los americanos se habían rendido y, en consecuencia, el mundo estaba sumido en una dictadura de opresión y terror. Y para combatirlo, qué mejor que un gunplay fantástico y un ritmo de la acción que aún a día de hoy no tiene igual en lo que llevamos de generación.
En este sentido, hay que hablar de lo tremendamente satisfactorio que resultaba todo el juego, algo que se extendió tanto a la precuela como para la secuela (The Old Blood y The New Colossus, respectivamente). Daba gusto recorrer los amplios escenarios mientras ibas registrándolo todo en busca de munición, escudos y botiquines varios. Pero más placentero era ─y sigue siendo─ el liarte a tiros contra toda la maquinaria nazi, con enemigos muy capaces de flanquearnos y cogernos por la espalda a base de bien. El buen surtido de armas y, sobre todo, el esplendoroso sistema de disparos se traducían en una jugabilidad que no hacía más que ir en aumento en cuanto las cosas se complicaran. Lo que tiene el fijarse en buenos maestros, denotándose la influencia de los antiguos Wolfenstein, así como cogía un poquito de Halo y exageraba todo lo visto en los Call of Duty. Se sazonaba la masa con una mecánica de cobertura y fuego absolutamente genial y ya teníamos el núcleo de una serie de títulos tan básicos como sobresalientes.
Desgraciadamente, mucho de lo que hemos contado lo perdemos con la última entrega: Wolfenstein Youngblood. Cierto es que algunas de las más básicas premisas de los anteriores títulos se mantienen, y que en sí seguimos ante lo que es un first person shooter con enjundia, pero el empecinamiento a la hora de incluir mecánicas derivadas del RPG terminan estropeando una fórmula que funcionaba a la perfección. Y es una pena, porque un añadido tan interesante como la fórmula cooperativa (con dos jugadores asumiendo el rol de las hermanas Blazkowicz) podría haber dado mucho de sí. No obstante, Youngblood permite afrontar la aventura en solitario, con la IA tomando el control de la otra hermana; si bien, de un modo u otro, la auténtica cooperación aparece en este juego cuando las dos protagonistas se ven metidas en un tiroteo, habiendo por lo demás pocas cosas que hacer en términos de cooperación.
Luego está lo que a opinión del que esto suscribe arruina la experiencia Wolfenstein de medio a medio. Aquí «se nota» la usualmente talentosa mano de Arkane Studios, los creadores de Dishonored, que han colaborado con MachineGames a estos respectos. Y es que han introducido ciertas mecánicas RPG en las que se hace esencial el ir subiendo de nivel, lo cual no tendría por qué ser algo malo. Pero se ha buscado de manera evidente el alargar la experiencia de juego en base al farmeo, y es ahí donde Youngblood muestra una estructura incómoda y tediosa, porque habiendo cinco misiones principales (contando el prólogo y la última misión, entre tres y cuatro horas), el juego te obliga a hacer secundarias para ganar puntos, pudiéndose aquí sumar otras cuatro horas de tedioso grindeo. Y mientras, choca sobremanera es que hasta el soldado más básico es capaz de encajar disparos de forma desproporcionada, amén de que el hecho de toparte con un enemigo con un nivel superior hará que se ría de nuestros proyectiles, como si le estuviésemos disparando con una pistola de agua.
Siguiendo con las misiones secundarias, cabe decir que transcurren en dos pares de mapas de reducido tamaño que, todo hay que decirlo, ya hacen acto de aparición en las misiones principales. Y además, la práctica mayoría de estas secundarias son extremadamente parecidas, y adornadas con unos escenarios de diseño lineal… os daréis cuenta de que las múltiples bifurcaciones suelen ser un sinsentido, no habiendo ninguna razón de cara a explorar cualquier recoveco. También hay un detalle que me parece extremadamente raro a nivel de diseño, y es el hecho de que estos mapas están repletos de cajas y puertas que se abren con determinadas armas o habilidades, forzando un descaradísimo backtracking cuando pensamos en lo antinatural de que cada arma sirva para abrir un tipo de puerta en concreto además del hecho de disparar. Y ya que hablamos de disparar, decir que prácticamente es lo único que haremos escenario tras escenario, ya que el sigilo se hace absolutamente inviable, aunque el jugador invierta todos los puntos en mejorar el sigilo. En definitiva, un verdadero despropósito.
Pasando por alto todo lo anterior, es factible sacarle algún jugo a Wolfenstein Youngblood. Porque, a pesar del tedio, de los mapas poco inspirados, de la ausencia de una trama digna… pues puede resultar entretenido, sobre todo jugando con un amiguete. Además, el asunto del precio salida acompaña (y esto hay que mentarlo) quizás se deba a lo evidente de unos valores de producción bastante reducidos con respecto a los anteriores juegos de la franquicia. Es algo que destaca en lo visual, con un nivel artístico que recicla no pocas cosas de The New Colossus, así como un plantel técnico con muy poco lustre sobre todo si jugamos en Switch o ─en menor medida─ en una Xbox One S. También pasa lo mismo con la banda sonora, perdiéndose los inspiradísimos temas de sus predecesores ante lo que son unas melodías con muy, pero que muy poca chicha.
En resumidas cuentas, Youngblood puede decepcionar bastante a los fans de lo que hizo MachineGames estos años atrás. Pero no es un desastre desproporcionado, siendo susceptible el que atraiga a los que gusten de las mecánicas de Destiny, Borderlands y demás juegos del estilo. De todas maneras, su amable precio de lanzamiento lo convierte en un ejemplar digno de interés en estas tranquilas fechas estivales, y a buen seguro que el factor cooperativo será capaz de regalar no pocas horas de buena diversión. De todas maneras, nos quedamos a la espera de un Wolfenstein a la altura de las circunstancias que sea capaz de quitarnos este regusto tan… amargo.